lunes, 22 de diciembre de 2008

Los Ángeles existen

A través de la historia, hemos conformado nuestros propios sistemas de creencias y mitos, nuestros dioses, nuestros ídolos y oráculos, nuestros demonios y nuestras adicionales imágenes de espíritus protectores, o de aquellos entes encargados de castigarnos, asediarnos, o bien, de premiar nuestras acciones.

En nuestra larga mirada hacia el cielo al no encontrar respuesta en la tierra, fuimos perdiendo algunas particularidades humanas que, precisamente, contribuían a mantener en forma cotidiana nuestra condición indefectible de ser mortales, terrenos y eficazmente agradecidos a una naturaleza multifacética que, aún en algunas circunstancias en contra nuestra, nos daba sin embargo generosamente las pautas para imaginar y crear nuestras propias defensas y posibilidades de sobrevivir como individuos, grupos sociales o culturas.

Horóscopos, amuletos, bendiciones o maldiciones bailan alrededor de nuestra vida la danza del milagro esperado, y nuestras manos se unen en busca de aquellos santos invisibles y escurridizos, que puedan permitirnos el seguir existiendo y venciendo a las miserables acciones de los cómplices del mal, empeñados en destruirnos y cerrar nuestros pretendidos caminos hacia la salud y el progreso económico.

Así, oramos y agradecemos a un mundo etéreo con tanta fe, que a menudo la sentimos de vuelta triplicada o convertida en dulce mano de consuelo, cual retroalimentación fantástica que sólo podía salir de nuestras inmensas e increíbles capacidades de imaginación por sobrevivir.

Y, no sé si de tanto orar milenario o de tanta insistencia al infinito, logramos que los ángeles existieran: es más, fuimos tan terrenalmente poderosos, que los hicimos un tiempo antes que nosotros existiéramos. Solo que de tanta lágrima derramada a lo desconocido, nos inundamos hasta la conciencia, cegando nuestros ojos, tapando nuestros oídos y desviando nuestras manos en plegaria hacia un vacío de respuestas simples y concretas.

Y los ángeles existen.

Los hemos sentido a partir del primer segundo de inicio de nuestras vidas. Caminaron con nosotros nuestros primeros pasos en el mundo, ayudándonos a vencer nuestros miedos, a superar innumerables obstáculos, a vencer nuestros pequeños o grandes vicios, a cumplir con nuestros ineludibles deberes o a pelear por nuestros justos derechos. La mayoría de las veces, vimos que nuestros ángeles, dejando a un lado su espada de luz, depositaban en nuestra mesa el pedazo de pan y el vaso de agua necesarios para calmar el hambre y la sed nuestra y de la de nuestros hijos. Y, cosa curiosa para ser ángeles, hasta solían llorar con nosotros nuestros fracasos, quitándose un poco de vida y mucho de sueño, ya que los hicimos a imagen y semejanza nuestra, cortándoles por tanto y necesariamente, las blancas y plumosas alas que les hubieran permitido tal vez desistir de su custodia ante tanta adversidad nuestra.

Los ángeles existen. Y algunos somos privilegiados, porque por algún toque mágico de la vida, podemos verlos, y aprovechamos algunas veces, otras no, para agradecerles por esa terca protección y el constante riesgo de convertirse en mortales por tanto contacto con lo mortal: gran peligro para aquellos ángeles que hacen causa propia a las causas terrenas de sus protegidos. Y aún así, nuestra desbordada imaginación y nuestra inmensa fe sin embargo, nunca pudieron aclararnos la mente y dirigir acertadamente nuestros actos místicos o mundanos hacia el templo de nuestros ángeles. Fuimos y somos tan ciegos o miopes, al punto de no darnos cuenta que nuestras más simples oraciones a nuestros ángeles, las repetíamos constantemente, cotidianamente, milenariamente, logrando un efecto más contundente que otras largas oraciones que desangraban nuestras rodillas.

Nunca nos dimos cuenta de esas importantes oraciones que, al pronunciarlas nosotros los mortales, se convertían mágica y milagrosamente en dos simples palabras: Mamá y Papá.

No hay comentarios:

Publicar un comentario